Recordando a Emilio Menendez Rea,
Pilín (Quintueles 1923 – Quintes 1987
Si alguien se adentra, aún hoy,
por el pedreru de la playa de la Ñora en dirección a la Peña de Quintueles es
posible que se encuentre con alguna piedra redondeada por la acción humana. Se
extrañará, preguntándose quién pudo hacer eso y supondrá que, en todo caso, tal
obra fue realizada hace muchos años, seguramente muchos siglos, por alguien de
quien no se guarda ya memoria.
Sin embargo, hay personas que,
como yo, estamos al cabo del secreto y no podemos evitar sonreír cuando nos
encontramos con esas piedras, recordando con cariño al personaje singular que a
fuerza de maza y puntero esculpió en ellas esas redondeadas formas.
Se trata de Emilio Menéndez Rea,
conocido como "Pilín el de Meregilda" (seguramente deformación popular de
Hermenegilda), nacido, según datos que me proporcionan, en Quintueles en 1923 y
que falleció en 1987. En 1946 se casó con la vecina de Quintueles Consuelo
Palacio Estrada, asentándose posteriormente en el barrio de Cimadevilla de
Quintes, en una casa construida por ellos mismos. De ese matrimonio nacieron
sus tres hijos, Serafín, Valentín y Palmira.
Yo no sé cuándo conocí a Pilín ni
en qué circunstancias. Pudo ser porque él paraba en la modesta mezcla de chigre
y tienda que mi buena madre, Alicia, tuvo durante un tiempo y que es lógico que
acabara cerrando, habida cuenta de que sus mejores clientes éramos sus hijos
convertidos en cuatro pequeños y voraces roedores de galletas, chocolatinas y
de todo lo que hubiera en las estanterías que fuera agradable al paladar. Eso
no hay negocio que lo aguante.
No sé si Pilín iba a la iglesia,
pero puedo asegurar que los chigres sí los frecuentaba, así que seguramente lo
conocí en la tienda-chigre de mi madre. Desde bien pequeño comencé a bajar con
él a la mar, al pedreru de la Peña de Quintueles, y fue él quien me enseñó los
secretos de su especialidad, la pesca de les barbaes. Aún recuerdo sus
instrucciones para hacer una buena merucada, desde la elección del tipo de hilo
(hilo fuerte de bordar, preferentemente de la marca Dalia y de color azul
claro) hasta el tamaño, la elección y los sitios donde buscar los merucos, la
forma de apretarlos bien unos contra otros…
En todo caso, mis recuerdos son los que guardo
de niño y de adolescente. Ahora, mientras escribo esto, me doy cuenta de que no
tengo recuerdos de Pilín como persona adulta, por lo que seguramente esta
semblanza estará deformada por ese prisma con el que los ojos de los niños
alteran la realidad de las cosas. Otros que lo trataron de adultos hasta su
muerte podrán hablar de él de forma más completa y objetiva. En todo caso, como
ya dije, estas son cuatro pinceladas cariñosas de una persona que creo fue un
hombre bueno –o así lo percibí yo-, hijo de un tiempo duro y unas
circunstancias difíciles, al que, como a tantos coetáneos suyos, la vida no le
dio muchas posibilidades de elección y que, pese a ello, hizo gala de un
particular sentido del humor y de optimismo.
Cuando yo estaba a punto de
cumplir los 11 años pasó por Quintes y Quintueles un fraile agustino reclutando
niños para sus colegios –lo que alguien con cierto humor bautizó como “la santa
cosecha”- y uno de los reclutados para la causa fui yo. Mi madre me dijo que
era una oportunidad para tener estudios, algo que ella no me podía dar, así que
no hubo más que hablar: aquel guaje montés que nunca había salido de casa se
vio de la noche a la mañana encerrado en un colegio de Lodosa (Navarra) sin
otro contacto con el mundo que las cartas que me llegaban de vez en cuando.
Uno de los que me escribió al
colegio fue Pilín, que con su peculiar humor me decía que estaba guardando la
tela de los paraguas vieyos para hacerme una sotana cuando cantara misa. Él no
sabía que las cartas nos las daban abiertas, previamente leídas por los
frailes. Durante mucho tiempo pasé vergüenza por aquello, pero ahora me río
cuando lo recuerdo y estoy seguro de que aquellos agustinos se descojonaron
también cuando lo leyeron. Obviamente, nunca tuve necesidad de sotana, ni de
tela de paraguas vieyos ni de ninguna otra clase.
Pero ya va siendo hora de
desvelar lo de las piedras medio trabajadas que todavía pueden llegar a verse
al bajar la mar en el pedreru de la Ñora. Uno de los oficios de Pilín era la de
canteru. Y no sé durante cuánto tiempo, pero puedo dar fe de que Pilín trabajó
en la cantera más guapa y original que se pueda imaginar. Llegaba al pedreru
con los preseos de canteru y con la paxa, la vara, el esguileru y les merucaes.
A bajamar elegía la piedra apropiada para la pieza que quería elaborar, que
invariablemente eran dos tipos: rollos, que antiguamente (supongo que ahora eso
habrá cambiado) se usaban en los llagares para machacar y romper la manzana
antes de pisarla, y muelas de afilar, que se vendían para Galicia. Después de
elegir la piedra comenzaba a trabajarla hasta que se cansaba, o hasta que la
mar le impedía seguir, y entonces cogía la vara y el esguileru y pescaba una
cesta de barbaes.
Y así uno y otro día. Y cuando ya
tenía una cantidad suficiente de rollos y muelas de afilar preparados,
aprovechaba una marea grande para entrar por la playa hasta el punto más
cercano posible con una pareja de vacas o bueyes y las sacaba rodando sobre
troncos de eucalipto hasta el punto donde las cargaría el camión. En otras
ocasiones, con la ayuda de su hijo mayor Serafín las arrastraban a mano sobre
la arena con unos ganchos especiales que se habían agenciado hasta el bar del
Polainu. Ya digo que no sé durante cuánto tiempo se ganó la vida Pilín
trabajando en lo que podemos llamar la cantera de la mar. Esas piedras redondeadas
que todavía quedan por el pedreru son las que se le rompieron mientras las
trabajaba, o las que desechó después de empezarlas porque no le parecerían
aptas.
Cierro los ojos ahora y veo a
Pilín, después de su jornada de canteru, con la paxa de barbaes al lado,
sentado plácidamente en el bar del Polainu, tomando media de vino, fumando
picadura de liar, y mirando el mundo con curiosidad de filósofo. Porque Pilín
era un filósofo, aunque seguramente él no lo sabía.
José Manuel Valdés Costales
PD. Muchas gracias a Palmira
Menéndez por facilitarnos fotografías de su padre y a José Manuel Valdés por dejarnos este resumen tan ameno y cariñoso de sus recuerdos infantiles con Emilio Menéndez Rea (Pilín el de Meregilda),
fallecido el 4 de enero de 1987. A Pilín y Consuelo, como a muchas familias de entonces, les tocaron malos tiempos y tuvieron que explorar curiosas formas de supervivencia.
Julián Caicoya
Liando un cigarrillo de picadura
Redondeando una de sus famosa piedras para algún llagar