La pasada semana un trágico suceso
conmocionó a la opinión pública: la muerte de una niña de cinco años
María, como consecuencia de un
atropello múltiple a las puertas de un colegio madrileño y en el que otras dos
niñas, de 10 y 12 años, fueron también arrolladas y heridas de cierta gravedad,
requiriendo ser trasladadas a los hospitales de La Paz y Niño Jesús, respectivamente,
pero manteniéndose en todo momento estables y por fortuna sin correr riesgo su
vida.
Se ha dado ahora la emotiva circunstancia
de que los padres de María, quien era la menor de seis hermanos, dentro del
enorme dolor que han experimentado en lo más profundo de sus corazones, imposible
siquiera de imaginar para quien no haya pasado por un trance semejante, si ya
en el lugar del fatal accidente la madre de la fallecida, con entereza fuera de
común, trataba de consolar a la autora del atropello, completamente destrozada
por su absurdo pero irreparable despiste (errar a la hora de introducir la
marcha adecuada), han querido expresar a través de una carta a los medios de
nuevo su apoyo a esta mujer, golpeada para el resto de sus días por un maldito
fallo, exculpándola de cualquier responsabilidad. No obstante, veremos que
acaban dictaminando los informes periciales, a pesar de esta ejemplar conducta
que estos padres han puesto de manifiesto, influenciada por una más que
evidente fe en Dios y en la resignada aceptación de esos renglones a veces
demasiado torcidos, como para ser entendidos y admitidos por personas como es
mi caso.
Ante reveses de la vida como el
descrito, y como padre de dos niñas de ocho y cinco años, sólo puedo pedir
desde estas líneas máxima precaución en las zonas escolares, tanto por parte de
quienes llegan a buscar a sus hijos en sus vehículos particulares como para
quienes se vuelven a casa con sus pequeños de la mano.
Cualquiera que coincida a las
puertas de uno de los colegios de nuestra villa marinera en el horario de
entrada o salida de sus alumnos, habrá caído en la cuenta del monumental follón
que se forma en todos ellos, con niños y coches compartiendo un espacio que en
ocasiones, por su estrechez y por el estrés que éste genera, hace que se puedan
producir tragedias como la de la dulce María.
Mucho ha cambiado nuestro modo de
vida, pues hace no tanto, la mayoría de los colegiales llegábamos a las aulas
de la mano de nuestros padres los más pequeños, y en grupos los más mayores, repitiéndose
la misma escena a la finalización de las lecciones. Ahora prácticamente se
busca aparcar a la puerta misma del patio.
Y en último apunte: recuerde
usted si por ejemplo llega tarde con su hijo o a buscarle a la salida, que en
las zonas escolares existen unos máximos de velocidad permitida, aunque en
realidad, debería ser el propio sentido común el que hiciera inútil fijarlos.
Se evitarían desgracias.
Fuente: LA NUEVA ESPAÑA