Conmueve estos días a Gijón la trágica
noticia del suicidio de una joven, exalumna de La Asunción, que dejó una carta
manuscrita sobre los presuntos acosadores, cuya cobarde conducta habría llevado
a que la chica, aun habiendo pasado tiempo desde aquel infierno en el que se
vio atrapada, nunca pudiera superar ese trauma. Los fríos números nos llevan advirtiendo
de que las tasas de suicidios crecen de forma continua, especialmente entre los
más jóvenes. Pero, a pesar de ello, los sucesivos gobiernos de turno jamás han
abordado el tema con la urgencia que merecía, decantándose en las campañas electorales por vendernos
promesas vacías de contenido, que analizadas con un mínimo de rigor, se
desinflan por si solas.
Pero volviendo al tema que nos
ocupa, ¿Qué es lo que está fallando si nos ceñimos a los más jóvenes? Su
complejidad radica en que, tras cada caso, puedan existir catalizadores
distintos que lleven a que incluso un menor de edad no vea otra salida que el
suicidio para los problemas generados por un entorno hostil.
Se da la circunstancia de que la
joven que ha sido portada estos días por precipitarse desde el Cerro de Santa Catalina
(un lugar en el que, por ser recurrente en este tipo de desgarradores sucesos, convendría
llevar a cabo algún tipo de reforma en favor de una mayor seguridad). Con su
carta de despedida alertaba de la existencia de acosadores. ¿Es este un rasgo común
en los suicidios? La pregunta no tiene una respuesta simple ni seguramente única.
Repito que algo está fallando y
es imposible negarlo, comenzando por la reacción “tipo avestruz” que algunos
colegios adoptan cuando un padre va a exponer un problema de este tipo. Un
problema que, con tanta dificultad y casi vergüenza, algunos de sus hijos le ha
confesado. Se trata de algo intolerable y contrario a una de las misiones de un
centro educativo, que además de impartir a sus alumnos los contenidos definidos
por el plan de estudios correspondiente e inculcarles unos valores éticos, debe
garantizarles una seguridad física y emocional.
Son deficientes por tanto los
protocolos contra el acoso, no existen o se limitan a un folio olvidado en el
fondo de un cajón, en lugar de ser conocidos y divulgados entre el personal
administrativo y auxiliar, profesorado y alumnos. Por otro lado, el perverso
uso que se hace de las tecnologías lleva a que el acoso no se limite al horario
escolar como antaño, sino que se persiga al acosado las 24 horas del día.
Basta ya de paños calientes para
una realidad que debe atajarse. Y aquí no cabe otra medida que la de endurecer
los castigos para los culpables. Más aun cuando se acaba entre los lloros y la
rabia de quienes habían alertado sobre lo que podía llegar a ocurrir. Cuando la
educación tradicional se demuestra en ciertos individuos inútil, habremos de
acosar al acosador con otro tipo de educación, de tipo punitivo.
Fuente LA NUEVA ESPAÑA