08 enero 2023

“Pilín el de Meregilda”, canteru entre las olas

 Recordando a Emilio Menendez Rea, Pilín (Quintueles 1923 – Quintes 1987

Si alguien se adentra, aún hoy, por el pedreru de la playa de la Ñora en dirección a la Peña de Quintueles es posible que se encuentre con alguna piedra redondeada por la acción humana. Se extrañará, preguntándose quién pudo hacer eso y supondrá que, en todo caso, tal obra fue realizada hace muchos años, seguramente muchos siglos, por alguien de quien no se guarda ya memoria.

Sin embargo, hay personas que, como yo, estamos al cabo del secreto y no podemos evitar sonreír cuando nos encontramos con esas piedras, recordando con cariño al personaje singular que a fuerza de maza y puntero esculpió en ellas esas redondeadas formas.

Se trata de Emilio Menéndez Rea, conocido como "Pilín el de Meregilda" (seguramente deformación popular de Hermenegilda), nacido, según datos que me proporcionan, en Quintueles en 1923 y que falleció en 1987. En 1946 se casó con la vecina de Quintueles Consuelo Palacio Estrada, asentándose posteriormente en el barrio de Cimadevilla de Quintes, en una casa construida por ellos mismos. De ese matrimonio nacieron sus tres hijos, Serafín, Valentín y Palmira.

Yo no sé cuándo conocí a Pilín ni en qué circunstancias. Pudo ser porque él paraba en la modesta mezcla de chigre y tienda que mi buena madre, Alicia, tuvo durante un tiempo y que es lógico que acabara cerrando, habida cuenta de que sus mejores clientes éramos sus hijos convertidos en cuatro pequeños y voraces roedores de galletas, chocolatinas y de todo lo que hubiera en las estanterías que fuera agradable al paladar. Eso no hay negocio que lo aguante.

No sé si Pilín iba a la iglesia, pero puedo asegurar que los chigres sí los frecuentaba, así que seguramente lo conocí en la tienda-chigre de mi madre. Desde bien pequeño comencé a bajar con él a la mar, al pedreru de la Peña de Quintueles, y fue él quien me enseñó los secretos de su especialidad, la pesca de les barbaes. Aún recuerdo sus instrucciones para hacer una buena merucada, desde la elección del tipo de hilo (hilo fuerte de bordar, preferentemente de la marca Dalia y de color azul claro) hasta el tamaño, la elección y los sitios donde buscar los merucos, la forma de apretarlos bien unos contra otros…

 En todo caso, mis recuerdos son los que guardo de niño y de adolescente. Ahora, mientras escribo esto, me doy cuenta de que no tengo recuerdos de Pilín como persona adulta, por lo que seguramente esta semblanza estará deformada por ese prisma con el que los ojos de los niños alteran la realidad de las cosas. Otros que lo trataron de adultos hasta su muerte podrán hablar de él de forma más completa y objetiva. En todo caso, como ya dije, estas son cuatro pinceladas cariñosas de una persona que creo fue un hombre bueno –o así lo percibí yo-, hijo de un tiempo duro y unas circunstancias difíciles, al que, como a tantos coetáneos suyos, la vida no le dio muchas posibilidades de elección y que, pese a ello, hizo gala de un particular sentido del humor y de optimismo.

Cuando yo estaba a punto de cumplir los 11 años pasó por Quintes y Quintueles un fraile agustino reclutando niños para sus colegios –lo que alguien con cierto humor bautizó como “la santa cosecha”- y uno de los reclutados para la causa fui yo. Mi madre me dijo que era una oportunidad para tener estudios, algo que ella no me podía dar, así que no hubo más que hablar: aquel guaje montés que nunca había salido de casa se vio de la noche a la mañana encerrado en un colegio de Lodosa (Navarra) sin otro contacto con el mundo que las cartas que me llegaban de vez en cuando.

Uno de los que me escribió al colegio fue Pilín, que con su peculiar humor me decía que estaba guardando la tela de los paraguas vieyos para hacerme una sotana cuando cantara misa. Él no sabía que las cartas nos las daban abiertas, previamente leídas por los frailes. Durante mucho tiempo pasé vergüenza por aquello, pero ahora me río cuando lo recuerdo y estoy seguro de que aquellos agustinos se descojonaron también cuando lo leyeron. Obviamente, nunca tuve necesidad de sotana, ni de tela de paraguas vieyos ni de ninguna otra clase.

Pero ya va siendo hora de desvelar lo de las piedras medio trabajadas que todavía pueden llegar a verse al bajar la mar en el pedreru de la Ñora. Uno de los oficios de Pilín era la de canteru. Y no sé durante cuánto tiempo, pero puedo dar fe de que Pilín trabajó en la cantera más guapa y original que se pueda imaginar. Llegaba al pedreru con los preseos de canteru y con la paxa, la vara, el esguileru y les merucaes. A bajamar elegía la piedra apropiada para la pieza que quería elaborar, que invariablemente eran dos tipos: rollos, que antiguamente (supongo que ahora eso habrá cambiado) se usaban en los llagares para machacar y romper la manzana antes de pisarla, y muelas de afilar, que se vendían para Galicia. Después de elegir la piedra comenzaba a trabajarla hasta que se cansaba, o hasta que la mar le impedía seguir, y entonces cogía la vara y el esguileru y pescaba una cesta de barbaes.

Y así uno y otro día. Y cuando ya tenía una cantidad suficiente de rollos y muelas de afilar preparados, aprovechaba una marea grande para entrar por la playa hasta el punto más cercano posible con una pareja de vacas o bueyes y las sacaba rodando sobre troncos de eucalipto hasta el punto donde las cargaría el camión. En otras ocasiones, con la ayuda de su hijo mayor Serafín las arrastraban a mano sobre la arena con unos ganchos especiales que se habían agenciado hasta el bar del Polainu. Ya digo que no sé durante cuánto tiempo se ganó la vida Pilín trabajando en lo que podemos llamar la cantera de la mar. Esas piedras redondeadas que todavía quedan por el pedreru son las que se le rompieron mientras las trabajaba, o las que desechó después de empezarlas porque no le parecerían aptas.

Cierro los ojos ahora y veo a Pilín, después de su jornada de canteru, con la paxa de barbaes al lado, sentado plácidamente en el bar del Polainu, tomando media de vino, fumando picadura de liar, y mirando el mundo con curiosidad de filósofo. Porque Pilín era un filósofo, aunque seguramente él no lo sabía.

José Manuel Valdés Costales

PD. Muchas gracias a Palmira Menéndez por facilitarnos fotografías de su padre y a José Manuel Valdés por dejarnos este resumen tan ameno y cariñoso de sus recuerdos infantiles con Emilio Menéndez Rea (Pilín el de Meregilda), fallecido el 4 de enero de 1987. A Pilín y Consuelo, como a muchas familias de entonces, les tocaron malos tiempos y tuvieron que explorar curiosas formas de supervivencia.

Julián Caicoya


Liando un  cigarrillo de picadura

Redondeando una de sus famosa piedras para algún llagar