CASA KILO – QUINTES Se funda con la posguerra, pasa de abuelos a hijos y de hijos a nietos, añade toques propios a su cocina tradicional y sigue igual de joven que hace setenta años.
LUIS ANTONIO ALÍAS
En estos tiempos efímeros y precarios donde bastantes proyectos hosteleros abren, tratan de permanecer y terminan yéndose con una brevedad penosa y no siempre justificada, los restaurantes del tipo de Casa Kilo atestiguan que hay referencias firmes, sólidas, perdurables, capaces de adaptarse al cambio de los tiempos sin perder su primera y distintiva razón de ser.
También queda aquí desmentida la tópica frase- no obstante la respaldan numerosos ejemplos- sobre cómo lo construido por los abuelos y mantenido por los hijos, suelen arruinarlo los nietos.
Al contrario; las tres generaciones pasadas por el edificio emplazado frente a la vistosa y aldeana parroquial de Quintes han sabido crear, reforzar y mejorar un nombre y una marca que suena fuerte en toda la comarca mariñana, esa verde y fértil llanura –limitada por altos cantiles y pequeñas playas – donde pastan las vacas con el mar al fondo.
La historia comienza hace setenta años, en 1942, tal vez incluso un poco antes, cuando la posguerra aún no conocía sus máximos rigores. Y nació de la mano de Aquilino, el Kilo del nombre, que junto a Maruja, su mujer, dio vida a la tienda y chigre al vecindario y, llegado el calor, a los veraneantes y excursionistas: disponer de un ajardinado merendero camino de la playa España les proporcionó tardes inolvidables alrededor de las fiambreras, los porrones, las gaseosas y los escanciados.
Si Kilo y Maruja echaron a andar y dejaron recuerdo de fabadas, potes, cocidos, huevos de casa, chorizos, patatines, adobo, chuletas y pescados de allí mismo, traídos de apenas dos o tres leguas en línea recta, la hija de ambos María Teresa, casada con un obrero de los de entonces florecientes Astilleros de Cantábrico, y ayudante desde niña de los guisos o y cazuelas maternos, mantuvo el rumbo incluyendo los muchos ingredientes que, terminadas las penurias, facilitaba de nuevo el mercado.
Y continuando la serie de crecer al calor de fogón, Rodrigo, nieto de Kilo y Maruja, actual gerente con su mujer Pili, ambos ya pasados por la primera Escuela de Hostelería de Gijón donde se conocieron, mantiene la sala de barra y el viejo comedor con su sabor rural; al tiempo mandó acristalar el porche de forma y manera que en invierno el calor no sale, y en verano, abiertos los ventanales, el aire refresca.
De paso, el jardín con césped, setos y frutales se encarga de pintarnos el mejor cuadro posible. Sobra señalar que les llámpares, reinas mariñanas de las batientes, antes por económicas y ahora por solicitadas, nadan en una salsa de la “güela” que Pili matiza con alegría y acierto. Y pide una chopa, un rey, un besugo u otra presa del anzuelo en horno y sidra, no se sorprenda al ver que llevan una guarnición de macarrones, la pasta asturiana por excelencia; así lo decidió doña Maruja y así lo mantiene Pili.
Un pisto con pulpin, un milhojas de pimiento, calabacín y berenjena, unos callos, una carne guisada, un cachopo jugoso y clásico, el pote del día y el marisco de la temporada, sumado a lo anterior y a lo que la carta amplia, acogen, alimentan, gustan y prolongan perezosamente una estancia y sobremesa que nos hará posponer la marcha.
Reportaje extraído de : http://www.elcomercio.es/
Al contrario; las tres generaciones pasadas por el edificio emplazado frente a la vistosa y aldeana parroquial de Quintes han sabido crear, reforzar y mejorar un nombre y una marca que suena fuerte en toda la comarca mariñana, esa verde y fértil llanura –limitada por altos cantiles y pequeñas playas – donde pastan las vacas con el mar al fondo.
La historia comienza hace setenta años, en 1942, tal vez incluso un poco antes, cuando la posguerra aún no conocía sus máximos rigores. Y nació de la mano de Aquilino, el Kilo del nombre, que junto a Maruja, su mujer, dio vida a la tienda y chigre al vecindario y, llegado el calor, a los veraneantes y excursionistas: disponer de un ajardinado merendero camino de la playa España les proporcionó tardes inolvidables alrededor de las fiambreras, los porrones, las gaseosas y los escanciados.
Si Kilo y Maruja echaron a andar y dejaron recuerdo de fabadas, potes, cocidos, huevos de casa, chorizos, patatines, adobo, chuletas y pescados de allí mismo, traídos de apenas dos o tres leguas en línea recta, la hija de ambos María Teresa, casada con un obrero de los de entonces florecientes Astilleros de Cantábrico, y ayudante desde niña de los guisos o y cazuelas maternos, mantuvo el rumbo incluyendo los muchos ingredientes que, terminadas las penurias, facilitaba de nuevo el mercado.
Y continuando la serie de crecer al calor de fogón, Rodrigo, nieto de Kilo y Maruja, actual gerente con su mujer Pili, ambos ya pasados por la primera Escuela de Hostelería de Gijón donde se conocieron, mantiene la sala de barra y el viejo comedor con su sabor rural; al tiempo mandó acristalar el porche de forma y manera que en invierno el calor no sale, y en verano, abiertos los ventanales, el aire refresca.
De paso, el jardín con césped, setos y frutales se encarga de pintarnos el mejor cuadro posible. Sobra señalar que les llámpares, reinas mariñanas de las batientes, antes por económicas y ahora por solicitadas, nadan en una salsa de la “güela” que Pili matiza con alegría y acierto. Y pide una chopa, un rey, un besugo u otra presa del anzuelo en horno y sidra, no se sorprenda al ver que llevan una guarnición de macarrones, la pasta asturiana por excelencia; así lo decidió doña Maruja y así lo mantiene Pili.
Un pisto con pulpin, un milhojas de pimiento, calabacín y berenjena, unos callos, una carne guisada, un cachopo jugoso y clásico, el pote del día y el marisco de la temporada, sumado a lo anterior y a lo que la carta amplia, acogen, alimentan, gustan y prolongan perezosamente una estancia y sobremesa que nos hará posponer la marcha.
Reportaje extraído de : http://www.elcomercio.es/